Declaración de intenciones

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sábado, 6 de junio de 2009

Une fôret d’affichage


Une fôret d’affichage
Rogelio López Cuenca


Al amparo del détournement del conocido verso de Baudelaire, devoto y confeso daumierano él mismo, el presente texto es un comentario a una visita no guiada, una deriva azarosa por la obra de Honoré Daumier, que no deja de incitarnos a mirar afuera, a la selva de imágenes que conforma nuestro entorno cotidiano; un recorrido durante el que invitar a una conversación, entre otras cosas, acerca de las transformaciones que el cambiante contexto histórico y social impone sobre el modo en que una obra de arte –un signo al fin y al cabo– se interpreta. Y la obra de Daumier es paradigmática a este respecto, y vamos a utilizarla como referencia, como una lente a través de la cual acercarnos a analizar dichas transformaciones. Para empezar, la ocasión de este texto tiene su origen en la retórica cíclica de los números redondos, de aniversarios y bicentenarios que sacan de las sombras del museo, de las colecciones particulares y de las silenciosas bibliotecas a personajes y obras, y los devuelven al ruido y a la furia del instante, a la insaciable actualidad, a las primeras planas y contados segundos que los telediarios sacrifican al arte y la cultura. Es la oportuna cifra mágica de los doscientos años del nacimiento de su autor la que nos trae las obras de Daumier al presente, a un presente muy distinto de aquel que las vio nacer. Si bien destinadas desde el principio a ser reproducidas y difundidas a través de los medios de comunicación masivos, estos dibujos, estas caricaturas, en las páginas de los periódicos donde hoy las vemos, no nos cuentan, no pueden ya, lo mismo que entonces: la Historia, y la Historia del Arte especialmente, los ha enmarcado, aislado, patinado; ha revalorizado unos aspectos en detrimento de otros, haciendo prevalecer la apreciación formal, las consideraciones de orden estético por encima de la función de crítica social que en su día tuvieron.Sin embargo, y por más que el proceso de sacralización de estas obras no pueda dejar de influir, y de modo decisivo, en su recepción e interpretación, no es menos cierto que éstas son capaces todavía de «hablarnos» de nosotros, del tiempo en que vivimos. En esto radicaría la diferencia que hace de una obra «un clásico»: no sólo en el hecho de ser todavía legibles, sino de contribuir a hacernos legible nuestro tiempo. Habría que subrayar aquí el carácter marcadamente temporal, circunstancial, de gran parte de la producción de Daumier, y contrastarla con la actitud común a tanto artista obsesionado con la pervivencia de su obra, emperrados en construirse un mausoleo en vida, en programar su propio trascender. Y recordar que las obras que acaban por perdurar no suelen ser engendradas bajo el influjo de tan vanidoso e inflado sino.

La obra y la persona de Daumier están marcadas por las contingencias políticas de su época: desde el uso de los medios de comunicación masivos, que responde a su propósito de participación e implicación en los asuntos de la polis, hasta su condición de personaje público, famoso, pasando por su protagonismo en el conflicto, en el encontronazo entre la libertad de expresión y el poder del Estado. Daumier sufriría los golpes de la censura, padecería prisión, y acabaría aplicándose una autocensura que le hará abandonar el cultivo de la caricatura de contenido explícitamente político y concentrar el azote de su sátira en jueces y abogados, burgueses, banqueros… y en el mundo del arte.Actualmente, en las democracias occidentales, no se ejerce la censura tout court y ha prácticamente desaparecido la específica y feroz figura del censor airado que, blandiendo el látigo, se apresta a expulsar del templo del Arte a los malditos, a los indeseables e importunos. La censura se ha naturalizado y camuflado, y se efectúa a través de subterfugios, con la excusa recurrente, por ejemplo, de la falta de viabilidad comercial o la falta de interés del público. En el caso del patrocinio privado, está claro que nadie puede obligar a una empresa o a un particular a subvencionar nada que no vaya a estar en consonancia con sus propios intereses –no olvidemos que la razón de ser de una empresa capitalista no es otra que la obtención de beneficios económicos–. Esto hace que las posibilidades de desarrollo de un arte crítico se vean cada vez más abocadas a la dependencia del apoyo económico de las instituciones del Estado –de un Estado que ejerce, por su parte, un control, si bien difuso, constante sobre las producciones culturales que se elaboran con dinero público–, lo que obliga a los artistas a una permanente negociación. A este respecto, también Daumier es ejemplo de los múltiples grados que separan el acuerdo de la desavenencia, pues lo mismo que concurre a los Salones oficiales –donde será unas veces aceptado y rechazado otras– participa en la Comuna o desprecia la concesión de la Legión de Honor. No se trata de un héroe, comparte la misma cuerda floja que artistas e intelectuales a quienes se concede libertad para ejercer la crítica –libertad condicional, mucho cuidado–, reencarnación que son del bufón de la corte, siempre advertidos de tener cautela a la hora de elegir en qué ojo meter el dedo o qué mano morder. «Saltimbanqui en ayunas», los describe, con sádica ternura, pues se sabe entre ellos, Baudelaire.

Hay que pararse a pensar en el desarrollo y la evolución de los media, desde los periódicos y revistas en que Daumier publicaba hasta las actuales compañías de la industria de la comunicación –parte a su vez, con frecuencia creciente, de un entramado mayor que abarca una gran diversidad de intereses cruzados, desde el turismo a la construcción o la explotación de recursos naturales y la energía–, empresas que engloban editoriales, sellos discográficos, productoras y distribuidoras cinematográficas y agencias de publicidad, siendo estas últimas una pieza fundamental en la estrategia de las corporaciones. La viabilidad o no de un medio depende directamente de su funcionamiento como vehículo publicitario. Nadie vaya a pensar que un Vogue o el ABC cuestan el precio que valen en el quiosco. Lo que los media ofrecen es fundamentalmente publicidad, salpimentada aquí y allá por lo que se conoce como «información» y «opiniones». La razón de ser de un medio «normal» (dejemos al margen la prensa «militante» y los medios de expresión y las redes de los movimientos sociales) es su rol en el proceso de producción de consumidores. Pero no sólo: la publicidad hace tiempo que permea y contamina, hasta colonizarlo totalmente, el mundo de las comunicaciones. Ha dejado de ser una retórica, un género concreto de discurso y ha pasado a convertirse en la lógica exclusiva del sistema cultural: desde un telediario a una película, desde las Elecciones Generales a un partido de fútbol, o desde el suplemento semanal de un diario a la exposición que comentamos… todos los ámbitos de la comunicación operan bajo las mismas condiciones de producción simbólica.

En este contexto es sorprendente observar cómo perdura, se metamorfosea y mantiene una especialidad artística cuya pervivencia podríamos calificar de incomprensible, si no fuera por los jugosos beneficios que reporta tanto a autores como a promotores e intermediarios, lo que explica que no sólo subsista sino que incluso florezca y se extienda como un virus hasta las más remotas poblaciones: no hay rotonda a salvo de la instalación de una escultura monumental. Pues heredera es del antiguo monumento, sólo que, a falta de objetivo o tema y en un acto de obsceno exhibicionismo, se trata de un monumento a sí misma o, a lo más, implícito homenaje a quienes tienen el poder –y lo ejercen, faraónicamente– de erigirla. Por lo general se trata de esculturas directamente deudoras de cierta estética minimalista, autorreferencial y que resultan perfectamente intercambiables dada la absoluta ausencia de relación con el entorno en que aterrizan, igual que un meteorito proveniente de un lejano planeta. Y, al principio, sorprenden o hasta indignan, pasando acto seguido a hacerse transparentes, un bulto más ante la indiferencia y entre el tráfago diario de la ciudad.A esta arbitraria política de erección de infundadas geometrías ha venido a responder una reacción a peor, encarnada en el regreso de los muertos vivientes en forma de escultura hiperrealista. Pero no nos dejemos engañar por la primera impresión: las cabezas gore de la inocente nieta de Antonio López no responden sólo a una regresión estética sino a la misma lógica que gobierna las grandes operaciones mediáticas de Damien Hisrt o Jeff Koons. La obsesión por el récord y la cotización excepcional son la vara de medir con que los media ponderan la atención, el espacio y el tiempo que merece un artista. Y éste habrá, por su parte, de responder, como se espera de él, desde lo singular, desde lo exótico –entendiendo por tal ya sea el hecho de no tener teléfono como el de tener diez; viajar alrededor del mundo sin cesar o no salir del pueblo; tener una granja en África o vivir en Tomelloso–, y si bien de tarde en tarde retorna del pasado la estampa del artista atormentado, la imagen dominante es la del seductor, el triunfador, vinculado a las marcas de lujo –producto y marca de lujo el mismo artista–, asociadas en cobranding: Koolhas y Prada, Ghery con Miyake, Murakami o Vanessa Beecroft con Vuitton… En la prensa podemos encontrar, junto a los ya citados récords, rankings y demás epopeyas financieras, destacados del tipo: «Lucian Freud se convierte en el artista vivo más cotizado»4 o «Algunos artistas están hoy al frente de empresas de cuarenta empleados»5. Y tampoco es rara la utilización de la imagen de un artista –de un atractivo modelo que posa, normalmente como pintor o escultor, con su paleta o su gubia– para anunciar zapatos, ropa o hasta cirugía estética.Pero echemos ahora directamente una ojeada ahí afuera, a la fôret d’affichage de la calle. Las fotografías de paisajes urbanos europeos de finales del siglo XIX documentan la primera oleada de la invasión de la ciudad por parte de la publicidad comercial, los primeros pasos de la transformación de la ciudad en mass medium. La ley francesa de «Défense d’afficher» data de esta época (1881) y da fe de aquel trance. Se trata de un momento de mutación de la antigua ciudad, en la que la jerarquía de las diversas zonas era evidente por sí misma, donde, como escribe Bataille6, el Estado y la Iglesia hablaban a través de la mera presencia física de palacios e iglesias, un contexto en el que la arquitectura no permitía albergar ningún género de dudas acerca de «quién manda aquí». En este espacio urbano, propio de un autoritarismo monolítico, irrumpe la publicidad comercial con sus múltiples mensajes contradictorios y a lo largo del siglo XX va a ir trocándolo en un medio de comunicación masivo donde convivirán en yuxtaposición y simultaneidad las más discordantes pluralidades discursivas, un paisaje que, del mismo modo que la velocidad del tren mareaba a los viajeros principiantes, va a aturdir a sus primeros espectadores. Esta novedosa y chocante situación fascinará a las primeras vanguardias artísticas, que adoptarán, entusiastas, los impactantes recursos de la publicidad para aprestarse, si no a la demolición del viejo mundo, sí a épater les bourgeois mediante espectaculares, absurdas y escandalosas interferencias en la plácida y autosatisfecha vida de la pequeña burguesía europea, encantada de contemplarse a sí misma en los escaparates de los pasajes y las terrazas de los bulevares.

Estas inesperadas interrupciones, otrora provocativas por insólitas, conforman hoy el continuum de nuestra experiencia diaria en la ciudad. Es el sueño dadá: en la pared se encuentran un grupo de surfistas y un león; hay una vaca en la estación del tren; un coche envuelto como un regalo, con lazo rojo y todo; el aeropuerto, invadido por gigantescas pelotas de tenis… Este es el decorado de nuestra vida diaria. Y es patético tener que constatar cómo la mayoría de las «intervenciones artísticas» en el espacio público continúan respondiendo a este mito de la interrupción, de la irrupción de un elemento inusitado, extraño, extraordinario en medio de una supuestamente prosaica vida diaria, como si fuera posible no darse por enterados de que esa cotidianeidad está constituida por una sucesión sin fin de interrupciones, a cual más impensada y, habitualmente, más audaces que la «trasgresión» que nos proponen los artistas del ramo con descaro pueril o impostado candor. ¿Qué vamos a interrumpir con algo insólito, maravilloso, si nuestra experiencia del mundo consiste en fragmentos igualmente incoherentes y disparatados, si no hay otro contexto que ese absurdo mismo? En esta situación, estos modos de hacer han dejado de ser eficaces tanto para las prácticas antagonistas de denuncia u oposición como para el arte guiado de una voluntad crítica. La especificidad de lo artístico se disuelve, cautiva, en la lógica de la publicidad.Veamos un ejemplo: una «azione futurista» (¡en el año 2007!), la Fontana de Trevi tinta en rojo7, ¿es una intervención artística «oficial»?, ¿una «salvaje»?, ¿vandalismo?, ¿gamberrada?, ¿una acción de denuncia política?, ¿o un anuncio de Campari? Un monumento histórico, sometido a una intervención temporal… Un ejemplo perfecto de la mutación sufrida por ese lugar que seguimos, a falta de otro nombre, conociendo como ciudad y como espacio público. Los llamados centros históricos han pasado de ser habitables a visitables, consumibles, a ser utilizados como reclamo para atraer turistas a la ciudad-museo y como escenario para la representación de eventos espectaculares destinados a renovar los motivos del turista para reincidir en su visita. Los megaeventos culturales han de entenderse así como ocasiones para la renovación de la imagen de la ciudad en el mercado turístico. Y obsérvese que no hay acontecimiento que se precie, desde una olimpiada o una exposición universal a un festival de música pop, que no consigne un apartado a una muestra de arte público.

Debido al acotamiento repetitivo en los mismos espacios –como las sucesivas ediciones de Madrid Abierto, por ejemplo, y su recurrente uso de las fachadas del Círculo de Bellas Artes y los palacios de Linares o Telecomunicaciones, convertidos por su uso reiterado en el marco predecible de este tipo de rituales–, los eventos de arte público, tan cíclicos como la decoración navideña, ven así completamente cegada su capacidad de provocar el extrañamiento que perseguían. O es que a lo mejor no lo perseguían –que de Dadá hasta hoy ha llovido mucho– y lo mismo es sincera la alegre colaboración de los artistas en el proceso de infantilización generalizada de la población, al que suman, gustosos, su granito de arena para la erradicación de la capacidad de reflexión y crítica de la ciudadanía.No habría que sorprenderse si así fuera. Hay más de un caso de street artist que ha cruzado las líneas y se ha puesto al servicio de compañías o campañas publicitarias comerciales. Y sin dificultad, pues ya hemos visto la identidad de formas entre este tipo de arte y la publicidad: ésta se ha ido expandiendo más allá de sus cotos tradicionales y ha evolucionado hacia lo que una continuamente renovada lista de neologismos denomina «publicidad de guerrilla», «street marketing» o «publicidad vírica», y que se sirve de la sorpresa y la excitación de los espectadores para convertirlos en entusiastas reproductores inconscientes que la propagan a través de sus ordenadores y teléfonos móviles. El Manual de la guerrilla de la comunicación8, nacido con la intención de proveer de recursos a movimientos que intentan enfrentarse a la manipulación de los medios de comunicación, ha acabado convirtiéndose en enciclopedia y caja de herramientas básica de esta publicidad below the line, que se apropia rapidísimamente de lenguajes alternativos y contrahegemónicos, como el graffiti u otras formas de expresión de culturas urbanas y grupos subalternos o marginales.Del mismo modo, la publicidad se ha adueñado, devaluándola y banalizándola, desactivándola, de la imaginería y la terminología de los discursos de los movimientos sociales. Y no sólo de las formas sino de las ideas mismas: «revolución» o «revolucionario» pertenecen hoy, más que nada, al campo semántico de la banca; el repertorio léxico ecologista ha sido secuestrado por la industria automovilística y las compañías eléctricas, mientras que los correspondientes al feminismo y las expresiones diferentes a la sexualidad heterosexual y reproductiva constituyen un apartado específico de todo tipo de productos de consumo. «Libertad», por su parte, además de un término ya clásico en su asociación al coche, se vinculará preferentemente a la telefonía móvil, la portabilidad de equipos informáticos, las conexiones a internet y la comunicación en general. El protagonista fijo de estas campañas es joven, muy joven y muy chic, y su más que impreciso ONGísmo, su rebeldía medioambiental o sexual, se realizará indefectiblemente mediante la compra y la ostentación de productos asociados a esas ideas abstractas –la única libertad posible, supeditada al poder de consumo– y siempre en su encarnación sentimental, subjetiva y singularísima, en una palabra, despolitizada. ¿Cabe sátira o parodia de un slogan como «El dinero nos hace libres» (Caja Madrid)?

Comentemos finalmente un par de eventos «culturales» masivos, que siguen el modelo de festival y concentran tal cantidad de ofertas que resultan inabarcables y su consumo imposible. En primer lugar, la llamada Noche en Blanco (una franquicia de la red Noches Blancas de Europa, nacida en París en 2002 e importada a Madrid en 2006), donde se diría que las distintas intervenciones rara vez obedecen a otro fin que la espectacularidad ni osan pretender más que el esbozo de una inocente sonrisa o la catatónica boca abierta ante la sorpresa o la enormidad del dispendio o la ocurrencia –obras más dignas de la tradición del circo o de la feria que del arte–. Fuegos artificiales y engalanamiento de monumentos, repitiéndose otra vez las fachadas de los mismos ya citados palacios del centro de Madrid, con una insistencia verdaderamente preocupante en la sufrida Puerta de Alcalá, a la que, cuando no se le encaraman figuras humanas, envuelven en una especie de nube o proyectan sobre ella los más diversos e inexplicables motivos… O se llena de patitos de goma la fuente de la Cibeles, o se cuelga de lo alto de un mástil un maniquí, o una especie de tripas gigantescas salen por las ventanas y se desparraman por la fachada del edificio de la Telefónica… Mientras la multitud, vehemente, se aglomera en las calles, confluyendo, como un solo hombre, a la llamada del acontecimiento, dispuestos, cámara en ristre, a inmortalizar el evento del día… Pero, esas luces de colores, ¿son un proyecto artístico o la decoración para la boda del Príncipe y Letizia? La verdad es que se parecen como dos gotas de agua. Y el gentío y su entusiasmo, ¿no son los mismos? El segundo evento es el conocido como Cow Parade, una exposición pública de vacas de fibra de vidrio, ingeniado a finales de los años noventa por un tendero de Zurich y que, después de su rediseño por parte de un industrial estadounidense y la asesoría de un bufete de abogados especializados, se convierte en una empresa que viaja alrededor del mundo presentando como un proyecto artístico este acontecimiento comercial. Los artistas profesionales se negaron pronto a participar en esta farsa, dadas las condiciones leoninas del contrato en lo referente a «honorarios» (a cambio de la cesión de todos los derechos (¡!) sobre la obra), lo que ha sido aprovechado por la empresa organizadora para publicitar el evento subrayando su supuesta democratización y convocando un concurso donde las propuestas seleccionadas vienen siempre marcadas por temas relativos a los más manidos aspectos locales, tópicos no ofensivos y lemas blancos: proclamas por la paz o contra el hambre en el mundo. Los temas han de ser lo más anodinos posible, debido al patrocinio privado de las «obras»: los sponsors pagan en función de la ubicación más o menos céntrica de la vaca en cuestión (que luce bien visible el nombre de la empresa) y eligen qué obra o a qué autor subvencionan. Cuando no la encargan directamente a una agencia especializada. ¿Qué mejor solución, pues, que la de Repsol, que decide que su «artista» sea su ya patrocinado campeón de Fórmula 1, Fernando Alonso, y que éste «decida» pintar la dichosa vaca con los colores corporativos? Quizá superada sólo por la del conocido peluquero Llongueras, que en la edición de Barcelona (2005) patrocinó una vaca que él mismo pintó y que además colocó en la puerta de su peluquería. ¿Hay quien dé más? En resumen, una empresa privada se apropia, con la colaboración de la administración local, de espacios públicos para su explotación, en nombre de un supuesto evento artístico de una más que dudosa calidad, a cambio de la presunta repercusión mediática de dicho acontecimiento y la movilización, una vez más, de visitantes y vecinos convertidos en turistas en su propia ciudad, transformada a su vez en parque de atracciones: difícil encontrar un ejemplo más claro de la ciudad entendida y explotada como fábrica full time y de los ciudadanos puestos a trabajar, ¡y gratis!, en un espectáculo que no termina nunca.

No sería justo, sin embargo, terminar el retrato de esta especie de soez apocalipsis indoloro de la banalidad multicolor sin reseñar el trabajo de algunos artistas que podrían considerarse como continuadores de la sátira política de Daumier y de su utilización de los recursos mínimos de la viñeta en la prensa escrita como vehículo para la elaboración de un discurso crítico de innegable validez. Se trata, por un lado, de El Roto –seudónimo de Andrés Rábago9, también conocido anteriormente como OPS–, colaborador diario de El País y autor, como Daumier, de una obra pictórica paralela, no tan reconocida en los Salones contemporáneos –como la feria de arte Arco, para cuyos convencionalismos y los del arte contemporáneo en general parece tener reservados, coincidiendo con cada edición, dardos especialmente envenenados–. Otro daumierano sobresaliente sería el sevillano Miguel Brieva10, autor de una ingeniosa, mordaz y corrosiva crítica del consumismo, la publicidad y la estupidez ambiente en sus colaboraciones en Diagonal, La Vanguardia o Rolling Stone, o en ácidas obras como Dinero.Además, habría que hacer referencia a la evolución última de los media y citar otros cuantos ejemplos de trabajos que podríamos entender en la estela daumierana si atendemos al uso que hacen de nuevos y no tan nuevos medios, de internet como campo de acción y herramienta política, como estrategia para la puesta en marcha de procesos definidos por su carácter colaborativo y procesual, a la vez que desafío a la división tradicional entre autores y espectadores. Entre estos destacarían The File Room11 de Muntadas, un archivo abierto sobre casos de censura; los diversos proyectos de Antoni Abad donde utiliza internet y la telefonía móvil como medios para proporcionar visibilidad y voz a diferentes comunidades largamente excluidas: gitanos, inmigrantes, prostitutas…12; o el trabajo de Daniel García Andujar13, autor de los portales e-valencia, e-barcelona, e-sevilla, e-norte, e-madrid…, foros dedicados a la crítica cultural y abiertos sin discriminación a todos los usuarios de la red: un ejemplo de las posibilidades de desarrollo de un nuevo tipo de cultura donde las jerarquías tradicionales entre críticos y lectores, por ejemplo, se desmoronan ante el debate y la participación sin restricciones. Ejemplos, en fin, de una situación contra la que los señores del antiguo orden han desatado una persecución desesperada, intentando sacar las últimas tajadas a sus privilegios, extendiendo y reforzando las limitaciones del copyright y el control a la circulación de información, tratando de poner coto a un proceso que, sin embargo, vemos –y deseamos– imparable.

© Rogelio López Cuenca, 2009. Texto publicado bajo una licencia Creative Commons. Reconocimiento – No comercial – Sin obra derivada 2.5. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando autoría y fuente y sin fines comerciales.
CBA Círculo de Bellas Artes. Madrid.
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