Lo textural y la forma son lo aparente, así como la definición o el desvanecimiento de ésta en el espacio, pero lo importante es dónde surge la necesidad de darle valor a la textura, a la rugosidad de las formas reales o a las miradas, a la forma de ver… al interior del espectador… del autor, a la obra.
Lo descriptivo tiene que tener un límite, para ofrecer la posibilidad de que el espectador pueda aportar sobre lo propuesto. Ya en el siglo X, en Japón, Murasaki Shikibu en su ‘Novela de Genji - Esplendor’ decía que "destacaba lo pintado por artistas clásicos llenos de fuerza, fluidez y gracia, y que, a pesar de su tamaño reducido, daban margen a la imaginación del espectador para que lo 'completase'
El propio autor debería imponer ese límite para enriquecer la obra. El artista desarrolla sensaciones a través del trabajo dejando que, de alguna manera, quede aparentemente incompleto y despierte en la sensibilidad de quien lo observa la necesidad de trabajar la parte ausente, de aportar su pincelada, la explicación final.
Las texturas llaman a ese despertar y pueden ser un punto de entrada para entender las formas. Las texturas, lo sabemos bien los miopes, son algo más que tacto, algo más que uno de nuestros sentidos en uso. Pueden servir para darnos cuenta que existe otro mundo más allá del evidente brillo coercitivo, nosotros mismos somos texturas.
Sin embargo las hay que no están asociadas a materiales, sino a visiones y miradas, a maneras de ser, a la soledad, al óxido que nunca se detiene y avanza de mil formas incluso debajo de las pinturas “el óxido nunca duerme (Neil Young-Rust never sleeps)”.
Con la forma sucede algo similar, se puede circular por la ciudad, dar un paseo por un lugar mil veces recorrido y no apreciar que algo pueda estar gritando: ¿qué me ves?, ¡mírame así!, ¿pero, cómo?, pues de ésta manera, o de aquella otra pero piensa que hoy no soy como todos los días, sino que me puedo mostrar ‘especial’ si haces el esfuerzo de observar, de “ver lo que todo el mundo puede ver y no ve (Paul Valery-Cuadernos)”.
La forma también se deja completar, de manera que, a través de la propuesta del artista, se pueda apreciar la definición que lleva a la aparición de la textura, al acercamiento al material puro, al grano o a la astilla, a la comunión con el origen a través de la disección o estando próximo a hacerla. Ese estado incompleto de la forma expuesta es lo que el autor sitúa ante los ojos para que, pareciendo un rompecabezas, se encuentre la pieza que ponga la belleza en la mirada.
El proceso también puede ser a la inversa, el artista propone el desvanecimiento de la forma en el espacio, desaparece la textura real y emerge otro tipo de relieve, de masa que sugiere, tal vez borrosa, un concepto que puede transmitir soledad, interiorización de sensaciones, privacidad, dolor, movimiento, fuga o huida, límites que no son tales y, en definitiva, fronteras abiertas.
Como en un permanente Rastro en el que la búsqueda no tiene fin sino en uno mismo, “sólo se encuentra, reconociéndolo, lo que uno lleva consigo dentro (Andrés Trapiello)”, debe ser el espectador quien detenga su mirada, y el artista quien sepa provocar su interés, sea por el uso de imágenes en las que trasciende lo descriptivo o por el exceso de definición.
Cuando las formas se desvanecen en el espacio ofrecen un tamizado de la realidad para que quien observa reflexione y se abstraiga de su evidencia, un paso hacia el origen de la idea del autor, tal vez a lo que le sugirió realizar su obra, llevando a observar la realidad como si fuera desconocida, “a través de la mirada brumosa, en tiempos en que se pondera la aceleración, los juegos de luces polícromas, los límites afilados, reposando la cámara para dibujar con claroscuros paisajes difuminados (Hiroshi Sugimoto)”.
No es infrecuente que el miedo guarde la puerta por la que sale al exterior esa expresividad, el reconocimiento de la visión del autor y la certeza de que, como espectador, se estremecerá si se detiene a sentirla.
Existe rechazo hacia la distorsión por lo que conlleva de ruptura con el canon establecido por/para la mayoría. Hay recelo a asumir que un desencuadre sugiera la existencia de acción adjunta, de participación en el entorno cercano. Ambas técnicas cumplen perfectamente con su cometido a la hora de estimular al espectador pero es él quien debe poner de su parte para que esa ayuda externa no se vea como marginal o simplemente provocadora, sino como excitante de su imaginación, como llave para cruzar el umbral cotidianamente anodino y recatado y, así, ayudar a lograr, poco a poco, un ensanchamiento de miras que no viene nada mal en estos días.
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Juan Antonio González Iglesias
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